lunes, 4 de noviembre de 2013

Estás cuando no estás

La dimensión transformadora de la militancia es innegable. Sin duda, los que nos movemos (porque hay que moverse para ser militante) lo hacemos porque queremos cambiar algo -ya resuena la canción de Baglietto-. Somos parte de un proyecto transformador: buscamos crear una identidad que genere nuevos vínculos entre las personas, vínculos comprensivos y compañeros, que le digan que no a la violencia y permitan construir colectivamente. Somos militantes porque creemos que las relaciones de poder que existen no son justas pero tampoco son eternas: ahí está el papel de todo aquel que lucha. Pero además de los grandes programas, de las reuniones y plenarios en los que se discute cómo hacer tal o cual actividad y con qué fines; además de los motivos concretos y políticos que nos movilizan y de la reflexión sobre el estado actual de cosas, en todos sus sentidos; además de las ganas de cambiar algo en la realidad que está hoy por hoy como está pero que no es como es; además de todo eso, está la transformación del militante. 

Recuerdo que nuestro referente en su momento  nos había dicho que una vez que te pica el bichito de la organización, no hay vuelta atrás. Y creo que tiene razón. Porque cada sábado que no voy al Merendero (y sé que no soy la única) por el motivo que sea, me siento rara: dislocada. Me siento fuera de lugar y tal vez fuera de tiempo. Después de tantos años en que el fin de semana sólo tiene un día, tener dos de vez en cuando no es tan fácil. La militancia, que sigue reflexionando y siendo auto-analítica, se vuelve además hábito. Pero debo ir más lejos: se vuelve parte de mí. Y parte de todos los militantes. A punto tal que no se concibe un sábado sin ir al Merendero y a punto tal que para cuando llega el próximo ya parece que han pasado siglos. Ya no puedo decir qué hacía los sábados antes de 2008 porque esa persona que fui antes ya no es. Tampoco el Merendero es lo que era antes de 2008. Somos herederos de su nacimiento en una época social como fue el 2001 en nuestro país, pero además somos los actores y recreadores de una época diferente, con continuidades por supuesto, y con rupturas. Ni el Merendero ni nosotros podemos pensar en el antes, porque como tales no existíamos (y de ahí que me resuene la canción de Jorge Drexler que dice "antes de ser nosotros dos, no había ninguno de los dos"). El encuentro que se propicia activamente sábado a sábado es un creador de identidades que carga con la historia de todas sus partes pero que escapa al determinismo: la militancia es todo lo contrario al esencialismo. Sin embargo, se vuelve hábito, pero un hábito que se toma de lo primero que encuentra para pensarse a sí mismo. Como me pasó a mí: la lluvia del sábado nos impidió ir al barrio y de esa ausencia, a mí me surgió escribir estas torpes palabras. Es decir, no hace falta más que una ruptura del hábito para que este se me presente como eso que es: parte de mi vida cotidiana. Y ahí quería llegar: la militancia como vida cotidiana.

Uno no deja de ser militante ni un segundo. Piensa y actúa de acuerdo a esas convicciones que lo mueven. En este caso, las convicciones que nos llevan a ese barrio y a esas personas con las que trabajamos. Pero además, cada sábado se ha ganado un lugar en mi vida desde otro punto de vista que no se puede desestimar: el afectivo. Yo quiero ir a Glew. Por convicción y por afecto. Ese sábado es no sólo un proyecto político de consignas: es una construcción con otras personas. Es la búsqueda de entender que se quiere pensar en primera persona del plural, y yo sola en casa no puedo. Un sábado en el que no se va al barrio es una contradicción de mi propia militancia y de toda militancia: porque sólo se milita poniendo el cuerpo (y las ideas de/en/a través (d)el cuerpo). En todo caso, se hará algo para llenar ese sábado (así es como con un compañero, por iniciativa de él, en quien pienso ahora al escribir esto, vino a estudiar a casa y su texto, casualmente, trataba sobre los usos sociales del cuerpo), pero me parece que yo recién ahora lo estoy haciendo: escribo lo que nace de esa contradicción que viví el sábado pasado. La militancia se hace cuerpo en uno a fuerza de tanto poner el cuerpo. Y finalmente se entiende que uno vive en todos sus aspectos dentro de esos lineamientos políticos (que son culturales y morales y económicos y afectivos) todo el tiempo. La vida propia se contagia de esas experiencias, se nutre y cambia. Cambiamos todos nosotros en el proceso de querer cambiar otras cosas, espacios, personas, relaciones. La experiencia militante cambia y transforma en todas direcciones. Cómo cambiar o qué se quiere modificar ya es harina de otro costal: hay muchas militancias, en sus formas y contenidos. Pero lo importante es reconocer qué las une. Y eso que las vuelve común y por tanto las define es lo que a mí me faltó el sábado que pasó: ese "poner el cuerpo" de forma orgánica y colectiva. Ahora, entonces, sólo me queda materializarlo (corporeizarlo) de la única forma en que se me ocurre, antes de que llegue el próximo encuentro: escribiendo. Ya dije que escribir es una forma de habitar, o sea, de estar y ser. Las palabras son los cuerpos que pongo hoy ante la ausencia que pasó. Espero que también ellas sean palabras militantes, es decir, palabras transformadoras, al menos para quien las lea. Porque para con quien escribe ya lo han sido. 

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